Blogs Vitoria  14 ene 2019

¿Es posible reinventar las redes de cuidados y de convivencia ?

"Necesito conversar, debatir esto, visibilizarlo. ¿Es posible reinventar las redes de cuidados y de convivencia en la gran ciudad? ¿Podemos aspirar a formar una familia más allá de los lazos de sangre?" ctxt.es/es/20190109/Cu…

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13 de Enero de 2019

No quiero hijos

¿No quiero hijos?

No, no quiero. ¿No quiero?

Tengo treinta y siete años, vivo solo y casi nunca quiero hijos.

Casi nunca no es nunca.

Este verano he sido muy feliz cuidando el gatito de una amiga que se fue de vacaciones a California. Se llamaba Michín y tenía todo aquello que estamos hechos para amar. Me necesitaba de una forma pura. De forma honesta. Y mientras estuvo conmigo pude colmar todas sus necesidades. Cada día que pasaba me enamoraba más de Michín.

Un fin de semana lo llevé a visitar a mi madre, que se acaba de jubilar. Fuimos a Agromascotas y le compramos golosinas, una pala para las cacas y un transportín. Mi madre le daba jamón de york y luego jugaba con él un buen rato. El bienestar de Michín se convirtió en nuestra obsesión. Estaba claro que llenaba el vacío de un hogar sin niños. Nos completaba.

Mi madre es una especie de Galadriel de los cuidados. Plantas, abuelos y mascotas reverdecen bajo su mando. Los niños la adoran porque ella los adora a ellos, pero de un modo tan racional que jamás nos ha presionado ni a mi hermana ni a mí para darle nietos. Su profesión la ha llevado a conocer a demasiados padres que no deberían haberse reproducido. “No todo el mundo debe tener hijos”, dice tajante tantas veces como sea necesario. Y en lo que respecta a mi padre, como buen hombre de ciencia siempre se ha mostrado bastante escéptico con todo eso de perpetuar la estirpe.

A mi hermana y a mí a nos enseñaron a dominar nuestros instintos desde la razón, y ya sabemos todos que plantearse la decisión de tener hijos desde un frío cálculo de pros y contras suele tener más propiedades anticonceptivas que la píldora. No se necesita razonar para tener hijos, igual que no se necesitan razones para comer. Ni siquiera se necesita ser racional para tenerlos. De hecho, los hijos en mi época suelen llegar cuando le das una patada a las mil razones que te frenan (paro, precariedad, machismo estructural, inmadurez) y dejas que tus instintos tomen el control.

Yo, sin embargo, que no dejo que mis instintos me gobiernen (ya, ya sé), he elaborado argumentos muy sólidos para no tenerlos, por otro lado bastante comunes, nada originales. En el siglo XXI se da la feliz coincidencia de que la decisión egoísta de no aparearse no solo no perjudica a la humanidad, sino que la beneficia. ¿No quieres hacer seres humanos? Perfecto, porque sobran a puñados. Y a estas alturas poco más hay que añadir: mi generación ha superado ya la fase de interés por este debate y está obsesionada con uno más urgente: cómo criar los hijos que se ya tienen.

Atravesamos tiempos de enorme agitación en torno a la paternidad. Profundas transformaciones nos han llevado a cuestionar las tradiciones y reinventar la familia. Del Congreso al salón de casa se discute sin cesar sobre educación, lactancia, roles de género, conciliación laboral, técnicas de gestación, el Instagram de los adolescentes y mil historias más. Y a la sombra de ese magnífico revuelo quedamos los adultos que decidimos no tener hijos, sin que nadie se fije demasiado en nosotros.

Sorprende que en una sociedad tan propensa a formar identidades en torno a la*****idad aún no exista una conversación pública asentada sobre ese nosotros. ¿Tenemos algo en común? Y si es así, ¿quiénes somos y cómo vivimos? ¿Cuáles son nuestras carencias, necesidades, aspiraciones? ¿Estamos satisfechos con nuestra decisión?

En lo que a mí respecta, sé que limpiar las cacas, dar de comer y jugar con Michín alivió una soledad a la que me he acostumbrado tanto que casi nunca soy consciente de ella. Igual que muchos adultos sin niños, vivo en una gran ciudad, aislado por distancias, horarios y rutinas solitarias, y no disfruto de una convivencia íntima, emotiva, con ningún grupo. La única tribu a la que puedo aspirar es a una creada por mi mismo: la familia nuclear.

En realidad, necesito a la tribu más de lo que necesito reproducirme. Pero en mi mundo la única forma de vivir en tribu es reproducirse. Los adultos sin hijos tratamos de estrechar lazos de amistad y convertir a nuestros amigos en nuestra familia, pero chocamos con una falta de tradición, y nuestro compromiso se debilita con cada ritual de juventud que perdemos por el camino. También tenemos mascotas a las que tratamos como a hijos de una forma bastante patética, como yo hacía con Michín.

Renunciar a los niños no te convierte en una persona egoísta; sí lo hace la falta de oportunidades de entregarse a los demás. Abrazamos causas solidarias, pero la generosidad que da calor solo nace de los lazos afectivos, de la necesidad mutua. Mi opción***** de no procrear es liberadora, pero también dura y llena de complicaciones. Y cuando más atrás queda mi juventud más se acentúan las carencias del plan inicial, que era básicamente “hacer como si nada”. Lo he intentado. No funciona: no puedo ignorar el vacío existencial que siento. Necesito conversar, debatir esto, visibilizarlo. ¿Es posible reinventar las redes de cuidados y de convivencia en la gran ciudad? ¿Podemos aspirar a formar una familia más allá de los lazos de sangre?

Autor

  • Miguel Espigado



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15/03/2019
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